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Los calendarios

Hay quien dice que tengo corazón de pollo. No sólo lo dice, sino lo sostiene. Corazón de pollo porque lloro con las películas tristes y sí, soy de esas personas que lloran una y otra vez con la misma.

Pero, aunque soy de lágrima fácil con una historia o incluso con una canción, me cuesta trabajo llorarle a mis dolencias de corazón; esas que provienen del amor.

Mi dolencia más grande hasta hoy: mi abuelo.

Aunque su recuerdo esté siempre ahí, a veces no le puedo llorar y sólo puedo anhelar aquellos tiempos en los que compartimos esos maravillosos años en la tierra. Que coincidimos. Yo como su nieta y él como mi abuelo en ese tiempo que fue.

El tiempo; sí el tiempo. Ese que es invisible, que no tiene rostro, pero que se cuenta con sus horas, minutos y días. Ese que aunque no tiene cara, se marca en las arrugas del rostro, en las canas, en las dolencias de cuerpo y en la experiencia.

Pues es con él con quien tuve un encuentro antes de que iniciara la pandemia. Fue en diciembre, cuando fui a Álamos y visité la que fue la casita de Benito. 

Cerrada y rentada como almacén, la puerta del portal estaba rota. Entré y la chapa de la puerta de la casa, había desaparecido.

Esa casita donde me crié al lado de mi viejo. Esa casita donde pasé los años más felices de mi infancia. Estaba oscura.

Después de cuatro años sin ser habitada y de quedar solitaria, ahí estaba. ¿Había esperado en el tiempo por mí? Sí.

Al morir mi abuelo, todas sus cosas fueron repartidas. La casita debía entregarse a sus dueños; él sólo la ocupó los últimos 30 años de su vida, pero no era suya.

Su ropa, se la llevó una tía y la vendió en un tianguis. Al igual que todos los pares de zapatos. 

Sus muebles, se repartieron entre las hijas. Sus utensilios de cocina, también.

En la repartición, yo no dejaba de llorarle al viejo, no puse atención. No me quedé con casi nada para recordarlo, porque hasta con los álbumes de fotografías viejas me ganaron. Sólo con sus lentes, su taza donde bebía café y la salsera donde preparó su salsa fabulosa y exquisita durante 50 años.

Pero como lo amaba tanto, hubiera querido que todo se quedara intacto para regresar y recordarle y recordarle y recorrer sus pasos una y otra vez.

La casita; sin embargo, se quedó sola, oscura y fría. Y ahí llegué en diciembre de 2019 para encontrarme con el tiempo.

Entré y estaban ahí, donde él, mi abuelo, los colocó: sus calendarios, esos que a nadie le importaron, porque carecían de valor material. 

Entonces me dieron ganas de llorar y en la oscuridad los vi, eran cuatro. 

El 2009, 2014 y uno de 2016 estaban uno tras otro en la pared, separados por el espacio que los muebles de la casa ocuparon en aquellos días. Donde él los colocó.

Y había un cuarto, también de 2016, a un lado de la puerta del baño, donde siempre durante los últimos 30 años puso Benito el calendario nuevo que más le gustaba. Su lugar preferido.

Eran míos. Los calendarios eran míos, estuvieron ahí desde febrero de 2016 que su dueño murió y que nadie se los llevó.

Ahí estaba la primera página del calendario sin arrancar, con enero y febrero. Le faltó completar febrero, pues vivió sólo dos días. Pero el tiempo era mío, sus últimos años de vida, de la larga vida de un viejo de 86 años.

Los retiré de la pared, los tomé y me los llevé. Aunque pertenecían a esa casa solitaria, ya utilizada como un almacén, era lo último que fue de él que quedaba ahí. Lo último que quedaba por arrancarle a aquella que fue su hogar.

Me esperaron cuatro años. El tiempo me esperó. Y ahora casi siempre me dan ganas de llorar cuando los veo en mi rincón de la casa preferido, a un lado de la puerta del baño de la sala.

Shaila Rosagel, 11 de agosto de 2020

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